11.1.13


¿Vale para esto el príncipe Felipe? 


Los que tenemos más o menos la misma edad que la Constitución, o son más jóvenes, saben de oídas que esta Monarquía parlamentaria se justifica por esa cosa que nos pilla tan lejos (y llena de claroscuros) llamada ‘la Transición’. Pero sobre todo se justifica por un momento decisivo: el discurso del Rey desactivando el golpe de Estado de 1981. En ese momento crítico Juan Carlos se ganó la legitimidad incluso entre los que no eran y no son partidarios de la Monarquía. Y se ganó esa legitimidad porque hizo lo que la mayoría de los ciudadanos deseaban que hiciera. Pensó como ellos y actuó en consecuencia. El otro día la periodista Natalia Junquera en El País contaba que la Casa del Rey intenta “acercarse a la juventud”. Esta tarea recae, sobre todo, en Felipe de Borbón.

La Corona cree que ‘se acerca’ a la juventud interpelándola en los discursos y expresando su preocupación por la situación que atraviesan más de la mitad de los jóvenes: el paro. Pero no solo eso, el desinterés de los jóvenes –cuando no auténtico odio– no solo apunta a la Monarquía, sino también a las principales instituciones del Estado.

La mayoría de los menores de 40 percibimos una suerte de golpe de Estado difuso y a cámara lenta que poco a poco va fagocitando los débiles mimbres democráticos sobre los que se sostenía esta controvertida construcción llamada España. No hay una respuesta de la Casa del Rey al vaciamiento de significado de los artículos que teóricamente deberían garantizar los derechos que, sobre el papel, hacen de España un Estado “social y democrático de derecho”. Por no hablar ya de los escándalos que sacuden a Urdangarín y de los pasos en falso de Juan Carlos.

El Príncipe heredará muchos títulos, pero no la legitimidad democrática (ahora cada vez más en entredicho) que su padre se ganó con aquel célebre discurso. Felipe de Borbón debería responder a ese golpe de Estado que vivimos a cámara lenta (pero inexorable) con un discurso (quizá también dosificado, a cámara lenta) que hable directamente a los jóvenes. Y no por la vía del lamento o la interpelación, sino haciendo suyos el discurso y las inquietudes de los jóvenes. El Príncipe debería estar provocando urticaria entre los poderes fácticos que viven en la inercia del saqueo democrático y económico, debería incluso ‘matar al padre’, en sentido freudiano, para ganarse a sus coetáneos.

Tal y como están las cosas, Felipe de Borbón no va a heredar la calma chicha que durante décadas (ya no) logró establecer aquel discurso de su padre la noche del 23-F. El Príncipe haría bien en desmarcarse, en ser incómodo sin caer en la demagogia. En cambiar el fondo y las formas, en cambiarse de trinchera. Pasarse a la trinchera de los que saben que esta democracia no es suficiente y de que, lo logrado, por valioso y raro que sea en la historia de España, empieza a no bastar para varias generaciones que ya lo dan por sentado y que buscan parecerse a las democracias avanzadas, donde entre otros factores, la transparencia, el medio ambiente y el respeto la protección de los individuos ocupa lugares mucho más prioritaros que en nuestro Estado.

Evidentemente no lo hará. Y llegará al trono en posición de debilidad. Cuestionado y sin la legitimidad de la que ha disfrutado el Rey y que, ya anacrónicamente, todavía le mantiene al frente de la jefatura del Estado. Al fin y al cabo Juan Carlos puede pasar aquí por esa figura tan querida en países menores de edad en términos democráticos: la de ‘padre de la patria’, porque es el muñidor de aquella ya pretérita ‘España moderna’. Pero Felipe de Borbón no es muñidor de nada, padre nada, y nadie le ha visto exponerse, jugársela, por sus futuros ‘súbditos’.

O el Príncipe se desmarca y se sale del carril que le han trazado o con razón las tensiones contra la Corona seguirán aumentando exponencialmente, con el consiguiente riesgo de ruptura y, sobre todo, de involución en forma de un nuevo autoritarismo. No parece que el ‘establishment’ esté dispuesto todavía a consentir una democracia renovada y tranquila en forma de una serena República Española, así que las alternativas a un Príncipe deslegitimado pasarán casi seguro por formas autoritarias, de uno u otro signo. Un futuro sombrío que solo puede prevenir un discurso constante y comprometido (aunque sea a cámara lenta); pero sobre todo un discurso que dé legitimidad al Príncipe y demuestre que piensa como la mayoría de sus ciudadanos y que hará lo que estos esperan.




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