Fue a mediados de los años ochenta cuando, por primera vez, sentí la
necesidad de tener una prenda de vestir de una marca determinada: era
una camiseta azul con la palabra y el logotipo de Nike perfilados en una
fina línea blanca. No podía ser más simple. Se la había visto a algunos
compañeros de clase y yo quería la misma. Necesitaba ese símbolo sobre
mi pecho para molar tanto como ellos. Abruma recordar hasta qué punto llevar una u otra prenda de vestir podía suponer un retroceso en la jerarquía de los compañeros de clase o de los amigos del barrio. Luego llegaron las zapatillas Karhu, el plumífero bicolor marca Rock Neige y de ahí… boom: caí, como casi todos, en el marquismo.
Un marquismo del que, me temo, nunca terminamos de desembarazarnos del
todo. Ni siquiera los que pasan por ser íntegros militantes anticapitalistas.
(Sigue leyendo en La Marea)
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