19.4.06
Nos vamos haciendo viejos
Dorotea se arrellanó en el sofá y la mosca que estaba posada sobre su rodilla levantó un vuelo anular de protesta. Perdonó pronto y volvió a posarse.
“Me acuerdo de cuando escuchaba música en cintas de cassette. Recuerdo unas cuántas cintas que me grababan los muchachos enamorados en el colegio. Las decoraban con volutas y rótulos psicodélicos”. Dorotea miró muy lejos, atrás en el tiempo y sonó su teléfono móvil.
Marcos odiaba disfrutar oyendo a Fleetwood Mac; y también el hecho de haber metido esta mañana el cartón de leche en el armario de la limpieza.
“Tardaba en cargar unos diez minutos largos. Yo le robaba el radiocassette a mi hermana y lo enchufaba al Spectrum. Todavía tengo en la cabeza la musiquilla del School Daze”.
Al sonar el telefonillo de la puerta, Luisa estaba fregando los platos, con un ataque de alergia, el pelo insistiendo en volver a su cara y una chaqueta de lana remangada que no quería estarlo. “Odio el siglo XXI”, dijo, y reprimió las ganas de llorar.
Los tres volvieron la mirada al mismo tiempo hacia una ventana. Y los tres añoraron algo que nunca habían conocido.
Dorotea añoró y se arrellanó en el sofá el verano pasado. Por eso había moscas. Marcos lo hizo en una estación indeterminada, entre el infierno y el invierno de Madrid. Luisa lo hizo una tarde de marzo, y llegó a llorar.
La fe, desde luego, era otra cosa y era cosa de otros. Pero no pasaba nada. Se podía vivir bien y sin nostalgia. No era nostalgia, era añoranza. Y no era de lo absoluto, sino de lo auténtico.
Los tres añoraban lo auténtico. No lo habían conocido, pero lo habían vivido.
Como aquel día que Marcos, a los doce años, tuvo que matar a golpes a un gorrión malherido para que no sufriera. O como el sabor metálico del agua fresca del patio del colegio de Dorotea, en los días de ‘tú la llevas’ y junio. Luisa quizá no, porque era la mayor de muchos hermanos. Todo era distinto para ella.
Dorotea se arrellanó en el sofá y la mosca que estaba posada sobre su rodilla levantó un vuelo anular de protesta. Perdonó pronto y volvió a posarse.
“Me acuerdo de cuando escuchaba música en cintas de cassette. Recuerdo unas cuántas cintas que me grababan los muchachos enamorados en el colegio. Las decoraban con volutas y rótulos psicodélicos”. Dorotea miró muy lejos, atrás en el tiempo y sonó su teléfono móvil.
Marcos odiaba disfrutar oyendo a Fleetwood Mac; y también el hecho de haber metido esta mañana el cartón de leche en el armario de la limpieza.
“Tardaba en cargar unos diez minutos largos. Yo le robaba el radiocassette a mi hermana y lo enchufaba al Spectrum. Todavía tengo en la cabeza la musiquilla del School Daze”.
Al sonar el telefonillo de la puerta, Luisa estaba fregando los platos, con un ataque de alergia, el pelo insistiendo en volver a su cara y una chaqueta de lana remangada que no quería estarlo. “Odio el siglo XXI”, dijo, y reprimió las ganas de llorar.
Los tres volvieron la mirada al mismo tiempo hacia una ventana. Y los tres añoraron algo que nunca habían conocido.
Dorotea añoró y se arrellanó en el sofá el verano pasado. Por eso había moscas. Marcos lo hizo en una estación indeterminada, entre el infierno y el invierno de Madrid. Luisa lo hizo una tarde de marzo, y llegó a llorar.
La fe, desde luego, era otra cosa y era cosa de otros. Pero no pasaba nada. Se podía vivir bien y sin nostalgia. No era nostalgia, era añoranza. Y no era de lo absoluto, sino de lo auténtico.
Los tres añoraban lo auténtico. No lo habían conocido, pero lo habían vivido.
Como aquel día que Marcos, a los doce años, tuvo que matar a golpes a un gorrión malherido para que no sufriera. O como el sabor metálico del agua fresca del patio del colegio de Dorotea, en los días de ‘tú la llevas’ y junio. Luisa quizá no, porque era la mayor de muchos hermanos. Todo era distinto para ella.