El resplandor de las llamas ilumina las caras desencajadas y sardónicas
de un puñado de vecinos en la noche oscura de Bautzen, Alemania. Festejan el incendio de un albergue para refugiados.
Palmoteos, risas, gritos. El vaho de sus bocas desdibuja las facciones…
Algunos respetables conciudadanos de esta villa fundada en el siglo XI
en el corazón de Europa han bebido más de la cuenta. Sus rostros se
desquician, atravesados por el deseo, el odio y el alcohol: el fuego del
fanatismo excita las figuras torvas de estos europeos. Balbucean una
parla confusa, como endemoniados. Uno de los danzantes intenta cortar el
suministro con el que los bomberos se afanan por aguar la fiesta. Hay
niños entre los congregados. Sus mayores los han llevado a ver las
llamas que devoran la esperanza de esas gentes llegadas de lejos, que
son distintas y, por lo tanto, sospechosas. Lección aprendida. El acta
policial es concluyente: “Varias personas hicieron comentarios
perniciosos y no ocultaron su alegría”. Las sombras se agigantan sobre las fachadas de los caserones de esta tranquila barriada centroeuropea.
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