24.12.04

Unos 65 años. Su cara está arada por la intemperie, el andamio… el alcohol sin duda. Sobre la nariz, unas gafas de cristales verdosos y montura dorada. Esta mañana se ha duchado, se ha peinado con colonia, hacia atrás, su pelo amarillento. Se ha puesto una zamarra con bordados de colores, que él considera elegante y juvenil. La lleva abrochada hasta el cuello. Lleva unos vaqueros nevados y unas zapatillas de deporte de mercadillo, con la suela muy gruesa, de las que imitan a las de marca. Todo le queda grande.
Ahí está, en la esquina de la barra del bar. Con un palillo en la boca. Tiene la mirada absorta en el único hielo de su copita de Magno, los ojos acuosos. El camarero habla en el otro extremo de la barra con un grupo de jóvenes ejecutivos. Gastan bromas sobre fútbol y mujeres. Nadie presta atención a nuestro hombre, pero él ríe las gracias de los demás e intenta parecer integrado en el grupo. No aparta los ojos del único hielo de su copa: la única tierra firme que ha conocido.




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