8.10.08
Lo del Chicote
El joven profesional, la luz indirecta, los sabores gastronómicos arriesgados, la cuidada decoración, el privilegio de hablar con un gran creador, la visita y frecuentación de lugares cargados de simbolismo… y mis nalgas siendo vistas en Chicote… ¿Cómo llegamos a estos extremos?
Entre semana, yo había sido invitado por un gran amigo a una selecta cena en reducidísima y agradable compañía. El lugar, un restaurante capitalino de esos cuyos platos quedan en la memoria olfativa. El chef, una estrella de los fogones, habla con los comensales. El ambiente es suave, fácil pero elegante. Tres jóvenes profesionales cenando juntos con mucho que celebrar: una ocasión especial que cambiará la vida de uno de ellos. La cuenta fue abultada, era una velada de fiesta.
Tras la cena, que se prolongó durante unas dos horas, tocaba dar a la noche un toque bohemio. Con los treinta cumplidos hace tiempo, las coctelerías son una elección posible y nada anacrónica. ¿Porqué no Chicote?, el mítico club de la caspa franquista, el de Ava Gardner… Uno espera encontrar barmans con pajarita, ventiladores, fumadores con boquilla…
Nos situaron en una mesa cómoda, cerca de los ventanales. Nos esponjamos en los asientos, orondos de satisfacción y buena cena. El ambiente era tan cautivador que me costó distinguir la llamada de mi bajovientre y, cuando lo hice, la llamada era ya grito desesperado y atronador. Me levanté con soltura y falso desenfado intestinal y, entregando el alma a Dios, me metí en el servicio. Había un cubículo libre. Me colé y cerré la puerta. O, mejor dicho, creí cerrar la puerta.
Ocurre a veces que uno no sabe si quiere hacer de lo fino, de lo gordo, o de las dos cosas a la vez. Sea como fuere, yo trastoqué de alguna manera el orden de los factores (el producto, bien gracias) y por alguna razón me vi frente a la taza, de pié, con los pantalones por los tobillos. En ese momento la puerta que yo creía cerrada se abrió. La claridad y el sonido ambiente me envolvieron celestialmente durante dos fatídicos segundos en los que alguien contempló mi retaguardia desprotegida.
La puerta volvió a cerrarse. Traté de recomponerme. Pero al volver al salón lleno de gente no podía dejar de pensar en que todos los hombres de aquel mítico local eran el que había visto mis, por otra parte, torneados glúteos. Ya no pude comportarme con un joven profesional cosmopolita.
Por cierto, para cócteles vayan ustedes mejor al Del Diego. A diferencia de Chicote, allí sí tienen zumo de naranja natural y, además, las puertas del aseo cierran perfectamente.
Entre semana, yo había sido invitado por un gran amigo a una selecta cena en reducidísima y agradable compañía. El lugar, un restaurante capitalino de esos cuyos platos quedan en la memoria olfativa. El chef, una estrella de los fogones, habla con los comensales. El ambiente es suave, fácil pero elegante. Tres jóvenes profesionales cenando juntos con mucho que celebrar: una ocasión especial que cambiará la vida de uno de ellos. La cuenta fue abultada, era una velada de fiesta.
Tras la cena, que se prolongó durante unas dos horas, tocaba dar a la noche un toque bohemio. Con los treinta cumplidos hace tiempo, las coctelerías son una elección posible y nada anacrónica. ¿Porqué no Chicote?, el mítico club de la caspa franquista, el de Ava Gardner… Uno espera encontrar barmans con pajarita, ventiladores, fumadores con boquilla…
Nos situaron en una mesa cómoda, cerca de los ventanales. Nos esponjamos en los asientos, orondos de satisfacción y buena cena. El ambiente era tan cautivador que me costó distinguir la llamada de mi bajovientre y, cuando lo hice, la llamada era ya grito desesperado y atronador. Me levanté con soltura y falso desenfado intestinal y, entregando el alma a Dios, me metí en el servicio. Había un cubículo libre. Me colé y cerré la puerta. O, mejor dicho, creí cerrar la puerta.
Ocurre a veces que uno no sabe si quiere hacer de lo fino, de lo gordo, o de las dos cosas a la vez. Sea como fuere, yo trastoqué de alguna manera el orden de los factores (el producto, bien gracias) y por alguna razón me vi frente a la taza, de pié, con los pantalones por los tobillos. En ese momento la puerta que yo creía cerrada se abrió. La claridad y el sonido ambiente me envolvieron celestialmente durante dos fatídicos segundos en los que alguien contempló mi retaguardia desprotegida.
La puerta volvió a cerrarse. Traté de recomponerme. Pero al volver al salón lleno de gente no podía dejar de pensar en que todos los hombres de aquel mítico local eran el que había visto mis, por otra parte, torneados glúteos. Ya no pude comportarme con un joven profesional cosmopolita.
Por cierto, para cócteles vayan ustedes mejor al Del Diego. A diferencia de Chicote, allí sí tienen zumo de naranja natural y, además, las puertas del aseo cierran perfectamente.
Etiquetas: ego, humor, idas de olla, madrid, oh no: está en primera persona