La Fragua

El otro día estaba sentado al aire libre, al pie de un edificio de oficinas, todo de cristal. El sol se reflejaba en sus ventanas. Sobre los jardines circundantes se proyectaban haces de luz que provenían de ese reflejo del sol sobre el edificio.

Veía esos haces de luz resbalando por el césped. Un hombre del siglo XXI, que viva en una ciudad, sabe a qué me refiero. Miramos eso y no nos molesta, ni nos extraña. Pero son unos reflejos repulsivos, tanto como una planta de plástico.

Este tipo de pequeñas sublevaciones que vivimos cada día tienen, creo, un vínculo con algo anterior, común a la especie humana, y que prácticamente hemos perdido. Creo que, como especie, subsisten a duras penas en nosotros una serie de exigencias animales que, en realidad, son muy humanas.

Queremos que la luz del sol sobre los objetos no se vea amplificada por rayas de luz que rebotan en mastodontes de cristal. Queremos que las gotas de lluvia no sepan a nada. No queremos apiñarnos con 70 congéneres en un vagón bajo tierra… en cierta medida somos animales en cautividad, y los animales en cautividad no son felices, a no ser que la jaula esté bien cuidada.

Nos gusta chapotear en el agua. Nos gusta hacer pis. Nos gusta ver las estrellas de noche y nos gusta el ruido del viento en los árboles. Nos gusta cansarnos físicamente y tirarnos en la hierba. Nos gusta liberar energía y además nos cura y nos mantiene cuerdos.

A mí de vez en cuando se me subleva el animalillo que llevo dentro. Y es curioso, porque lo que ese animalillo quiere es, más o menos, lo que quiere la gente preocupada por las libertades civiles y el bienestar público…

Digamos que el ‘animal’ y el ‘ciudadano ejemplar’ tienen intereses parecidos.